lunes, 8 de febrero de 2016

LOS ROLLING STONES: Una pasión interminable



Ilustración: Ariel Tenorio (http://ccelrock.blogspot.com.ar)
Vuelven los Rolling Stones. ¿Vuelven? Pero si nunca se fueron y siempre están llegando… Ahora bien, ¿qué agregar a lo ya haya dicho en otras partes? ¿Cómo no volver a caer en las “bolufrases” obvias, los adjetivos esperados? Nunca quisieron ser respetables, ese era su lema. Paradójicamente hace rato que lo son.  ¿Cómo medir lo que significa semejante banda en la vida de tanta gente? Pensar en los Stones, para muchos de los que conocemos y/o escuchamos toda su obra, es como pensar en un amor de la adolescencia, algo que recordamos perfectamente –y ponderamos-, pero, raramente, seguimos frecuentando. Porque, en verdad, ¿cuánto hace que no escuchamos un disco de ellos de principio a fin? (Y no se vale nombrar compilados, ¿eh?) Amor adolescente, cosquillas estomacales, eso era. Un grupo adorablemente salvaje por el que te apasionabas hasta el paroxismo. “Los Rolin”, como les dicen algunos jovatos fieritas, eran la fruta prohibida, esa que muchos mordieron –aquellos que tan solo conocen Still Live, Flashpoint o algún compilado- y algunos menos devoramos gustosos una y otra vez.

Los Stones eran la aceleración turbulenta de “19th Nervous Breakdown”, o ese mil y una veces imitado-asesinado riff de guitarra de Chuck Keith Berry Richards en cualquier versión de “Come on” o “Carol”. Los Stones eran sexo y lujuria. Eran la guitarra-piano-órgano-xilofón-celesta-marimba-sitar-saxo-tamboura-pandereta-tambor marroquí-armónica del blondo Brian Jones. Eran “Satisfaction”, y su riff soñado –literalmente- por Richards, y con letra escrita junto a la pileta de un hotel de Miami, en una anécdota reseñada, mentada, 40 mil veces. Era Mick Jagger cantando, lujuriosa y servilmente, “Lady Jane”, una dulce cancioncita sobre... La concha. (Sí, ahí no hablaba ni del porro ni de una mina, sino de la vagina; chequeen el final de El Amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, para encontrar la pista.)

No eran los Beatles, eran “el grupo número dos”; pero poco les importó. Mi época Stone preferida va del 67 al 74, desde Between the Buttons a It´s Only Rock and Roll; aunque luego hayan hecho un par de discos memorables como Some Girls (1978) o Tatoo You (1981), más alguna que otra canción que pueda ser salvada de la quema, en especial, varias en Steel Wheels (1989) o en Voodoo Lounge (1994). Factoría de baladas inolvidables, los Stones siempre hicieron muy buenos lentos, como el insuperable “Beast of Burden” (1978), “Out of Tears” (1994), o el tradicional tema final “para las damas” de Keith Richards, en cada uno de los álbumes editados de 1983 hasta la fecha. A veces, hasta coquetearon con una estética fashion (Bridges to Babylon, 1997); a veces se volvieron sumamente intrascendentes (en especial en Dirty Work (1986) o Bigger Bang (2005), dos discos que te entraban por un oído y te salían por el otro...); o psicodélicos (en el fantástico y nunca bien ponderado Their Satanic Majesties Request, 1967). Aunque, seguramente, será imposible superar a esa trilogía de Beggar´s Banquet (1968), Let it Bleed (1969) y Sticky Fingers (1971), en donde volvieron a esa música que mejor los representa, herencia del mejor rock n´ blues negro que tanto amaron. Seguramente, hicieron sus mejores shows en los 70 y a principios de los 80, acompañados de instrumentistas de gran valía como Billy Preston (teclados), Ian Stu Stewart (piano), y Bobby Keys o Mel Collins (saxo).


Luego, al vivo Stone se lo devoró la parafernalia espectacular de shows que parecían diseñados por ingenieros salidos de la NASA. El espectáculo se comió la esencia rockera, hasta que el público terminó yendo a ver al grupo de Jagger y Richards como se va a ver una función del Cirque du Soleil. Era como decir: “Pero, mirá las explosiones, como la víbora escupe fuego, el puente, las pantallas...” ¿Y el Rock? ¿Dónde había quedado esa aventura de ir a ver un concierto de los Stones? (y no estoy hablando de esa demencia asesina desatada por los Hell´s Angels en Altamont sino, simplemente, de los mágicos shows, llenos de globos, de la gira 81 - 82). ¿Otra víctima más del voraz show business? Sin embargo, para los que fuimos a verlos cuando vinieron por primera vez a la Argentina, jamás olvidaremos ese mágico segundo inicial cuando Jagger salió al escenario del Monumental, enfundado en un sobretodo rojo, ese jueves 9 de febrero de 1995, para hacer su versión de “Not Fade Away”, de Buddy Holly. Era el sueño hasta ahí incumplido: los Stones en Argentina. Ahora real, no como un apócrifo anuncio en las tapas de la Pelo o la Generación X, que nunca sucedía. Esas visitas de a nuestro país revivieron la mística perdida en la banda.  Pienso también en los shows de 1998, cuando tiraban toda la carne al asador de una, arrancando con “Satisfaction”, hasta terminar, incluso, haciendo un dueto inolvidable con el mismísimo Bob Dylan en su “Like a Rolling Stone”; o ese concierto final de 2006 bajo una inesperada lluvia, a la Woodstock pero sin barro... 


A lo largo de su carrera, fueron leones inoxidables que se animaban a todo, a todas las drogas y excesos conocidos, ya sea quedarse 6 o 7 días seguidos despiertos (como Keith y Ron Wood en los 70), arrojar por la ventana de una habitación de hotel un televisor, filmar una mini orgía en un avión, tirarse de una palmera de cabeza como el bueno de Keith, cogerse a la mujer del primer ministro de Canadá (¿Ron? ¿Mick?) O escapar del incendio de un yate en Brasil... Parecían indestructibles. En este punto, pienso en la jocosa frase de George Harrison, luego de ser apuñalado –casi mortalmente- en su casa por un demente fanático, en el último día del año 1999: “¿Por qué esto nunca les pasa a los Rolling Stones? 


De cualquier forma, el paso del tiempo se volvería su principal enemigo, a pesar de haber sido los únicos, junto con Dylan, que llegarían casi impertérritos desde los 60 hasta el siglo XXI. Porque, después de todo, como retrasar lo inexorable, la imparable decadencia corporal, mental, senil que inevitablemente antecede a la muerte. Y de eso se ocuparon los Stones, ya que ellos también tuvieron desde siempre una relación sintomática con el correr de las agujas, con las hojas de los calendarios que se caen, noches y días pasando sin cesar, sin piedad… No por nada, Jagger siempre se mató por desmentirlo, tratando de verse lo más atlético posible, saltando sin descanso de escenario en escenario, de exceso en exceso, de cama en cama… Una bestia sensual que se las arregló –a pesar de las obligaciones maritales- de tener siempre a una bella dama joven a su lado. Richards, todo lo contrario, no hizo demasiado –desde lo estético-, para desmentir el paso de los años, salvo alguna que otra biaba ocasional en el pelo, mientras que las marcas, que el bendito mal vivir roquero dejó en su rostro, lo convirtieron en el reverso de Dorian Gray. Su cara de pirata del caribe ahora es el símbolo de lo más viejo que se puede ser, sin perder la onda. Lo mismo cabe para el alegre saltarín Ron Wood y Charlie Watts; en especial este último, con su sutil aspecto de correcto abuelito inglés. Los que no están más también tienen lo suyo: Bill Wyman, siempre aparentando muchos menos años que los 78 que señala su documento de identidad; mientras que el pobrecito Brian Jones permanecerá siempre joven, en esa tumba de cristal líquido de la piscina en donde se ahogó (o lo ahogaron…). “No me juzguen muy severamente”, diría su lapida; y así lo haremos, por supuesto. A Mick Taylor hace mucho que no lo veo, quizás se mantenga incólume detrás de su cara de orto mofletuda, no sé…


Justamente, Mick Taylor es uno de los protagonistas esenciales de “Time Waits for No One”, una canción que forma parte del disco It´s Only Rock N´ Roll (1974), otra genial obra que dejaba constancia del amor de la banda por el rock y el soul. Alma, es lo que tiene este tema, y un solo memorable de Taylor, con fuerte impronta a la Santana, en una de las mejores finezas guitarreras jamás grabadas en toda la obra Stone. Hermoso tema lento apasionado, “Time Waits for No One” nos aconseja de lo importante que es no perder el tiempo, con una letra en la que Jagger se da cuenta que ya tiene 31 años y no será joven por siempre: “El tiempo puede derrumbar un edificio, o destruir el rostro de una mujer. Las horas son como diamantes, no las desperdiciemos…”, canta aquí. Y es que ya no es aquel jovenzuelo que, impunemente, entonaba que el tiempo estaba de su lado (en “Time is on my Side”, 1964), en un tema que no muchos saben que no es de los Stones sino de Rogovoy… Y es que la versión Stone fue (casi) la definitiva, cuando eran tan sólo cinco arrogantes chicos, con pinta de bandidos, sabiendo que el tiempo era todo suyo y que al final la chica elegida volvería con ellos, o –en el peor de los casos- siempre habría otra, u otras… 

En “Time Waits for No One”, por el contrario, ya eran adultos, casados y con hijos. Ese temor máximo Stone, de no querer ser nunca respetables (¡no hay nada peor que eso!), ahora pasó a ser una verdad incuestionable. Atrás quedará esta inmensa canción -junto a otras decenas de perlas stonianas- anticipando este temor, las consecuencias que partían de lo inevitable…


Pero, por supuesto, tanta palabrería jamás reflejará ni un ápice la experiencia de escucharlos. 
Porque tan solo era (es) Rock n´ Roll, ¡y nos sigue gustando!






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