domingo, 28 de junio de 2015

SANDRO ROMERO REY, Clock Around the Rock: Crónicas de un fan fatal



Antes que nada, hay que decir que el colombiano Sandro Romero Rey (1959) es un apasionado de la escritura. Desde muy jovencito, este espíritu inquieto nacido en Cali ha sabido moverse con soltura en terrenos tan disímiles como los de la dramaturgia, el periodismo, la crítica, o la curaduría literaria de la obra del legendario –y también caleño- Andrés Caicedo. Además, Romero Rey se ha dedicado al cine en todas sus manifestaciones, ha sido locutor y periodista de radio, y ha dado cuenta de su infinita pasión el rock, escribiendo memorables crónicas de conciertos y perfiles acerca de los artistas que admira. Justamente, varias de esas notas –publicadas a partir de 1980- están recopiladas en este libro llamado Clock Around the Rock (Crónicas de un fan fatal), editado en 2008. Una obra literaria en la que Romero habla de su pasión extrema por los Rolling Stones, esa que lo ha llevado a realizar cinco peregrinaciones alrededor del mundo para ver a las Majestades Satánicas. Pero no solo de los Stones se habla aquí, ya que este autor también se refiere a las veces que vio en vivo a Prince, Rod Stewart, Björk, Bob Dylan, Lou Reed, Elton John, Madonna, Michael Jackson, Eric Clapton; además de recopilar sus dos homenajes post mórtem a John Lennon y George Harrison.

Con su prosa plagada de humor inteligente (un terreno en el que podría emparentarse con las mejores crónicas de Roberto Pettinato) Sandro Romero Rey deja entrever su pasión rockera, esa que curtió en cada uno de los muchos conciertos a los que asistió. Pero el gran aporte de este libro son sus lúcidas reflexiones y reseñas críticas acerca de las bandas que anteceden gran parte de sus crónicas. En cada una de ellas, Sandro Romero Rey encarna al fan fatal rockero por naturaleza, ese que crea sus propios rituales y ceremonias para comprar un disco, oírlo, tocarlo, guardarlo, mirar la tapa, analizarla y, por supuesto, para ir a ver al artista en vivo, al que no solo admira y respeta, sino que también adora.

Por eso, en esta oportunidad, elegimos reproducir aquí parte de la introducción (Introito) de este magnífico Clock Around the Rock, un libro que, lamentablemente, no fue editado aun en Argentina. ¿Y por qué lo elegimos? Simplemente, porque, como melómanos y amantes de la cultura rock, nos sentimos ampliamente identificados con este texto de Romero Rey. Y, seguramente, nosotros no podríamos haberlo escrito tan bien como él… 


 

ACLARACIÓN EN CLAVE DE SOLILOQUIO

Creo suponer que a todo el mundo, en mayor o menor grado, le gusta oír música. Salvo Salvador Dalí, quien daba por sentado que los valores espirituales del sonido eran nulos, todo ser  humano tiene tendencia a dejarse llevar por melodías y/o armonías de todas las especies. Ahora bien, existen textos alrededor de los creadores sonoros, en particular biografías, donde se puede tratar de sacar conclusiones sobre esta curiosa actividad combinatoria, tan matemática como cualquier teorema, pero que, elevada al nivel de la abstracción que produce, se considera un arte. Nada se saca con estos libros, salvo alimentar la curiosidad. Uno puede admirar a Yehudi Menuhin y su texto sobre la música del mundo, pero rechazarlo en el momento en que decide estigmatizar un concierto de los Rolling Stones en el Earl´s Court, en los años setenta. Nadie es dueño de la verdad y todos, al mismo tiempo, dependiendo del accidente vital que les tocó vivir, tienen, tenemos, la razón. Así parece. (…)

Cuando uno comienza a sentir las garras de la muerte atacando sin el más mínimo consentimiento, se empieza a ponerle fondo musical a lo que podrían ser nuestros últimos días. Qué digo yo. ¿Cuáles nuestros? Mis últimos días, porque nadie se muere con o por otros, salvo que esté en Auschwitz o en Colombia, el país en que me tocó nacer. El asunto es que desde hace un buen tiempo he querido rendirles un homenaje a los sonidos que me han acompañado en la vida (…) Debo decir que parto de una gran injusticia, en especial, con mis padres, pues, cuando fui niño, en la dorada ciudad de Cali de los años sesenta, la música que alimentó mis juegos fue la música clásica, desde Monteverdi hasta Stravinski (no recuerdo haber escuchado jamás en el tocadiscos de mis progenitores nada que se asemeje a Stockhausen, Penderecki o cosa parecida). Sin embargo, es a mi padre, don Daniel Romero Lozano, a quien le debo el primer disco de música rock, ejemplar que aún conservo y que todavía escucho como si fuera ayer. Del almacén Sears salí fascinado con mi caratula hexagonal de Through the Past, Darkly, y poco tiempo pasó para echarlo a rodar en los 33 surcos de mi felicidad. Era la época de la muerte de Brian Jones, la época en que llegaba el Woodstock de Michael Wadleigh a nuestras pantallas, la época de los símbolos de paz y amor, la época del olor satánico de la vareta, la época de las pedreas callejeras y del descubrimiento del mundo. Todo tenía fondo musical. Claro que en la ciudad donde nací no se cocía el rock. No estábamos en Liverpool ni en Kansas City. El rock en Cali era cosa de hippies, pepos, gringos o niños bien. Yo no entraba en ninguna de esas categorías. A duras penas era un niño. Ni bien ni mal. Un niño asombrado por la contundencia del mundo, decepcionado por haber nacido sin fuerzas para pelear, lleno de participios y sin ningún presente ni futuro. Todavía no sé por qué diablos me aferré a la música rock, esa música a la que no le entendía sus letras ni sus sinsabores, pero que, poco a poco, traté de dominar como si fuera mía.


Han pasado los años y el rock sigue allí. Aquello, dentro de mi despiste habitual, dentro de mi capacidad para la mentira, aquello que consideraba de mi patrimonio exclusivo, era escuchado por ciento de miles de personas en todo el mundo y al pobre solitario que era yo le tocó compartir su capricho exclusivo con el resto de los mortales. Eso me pasó con mis primos que vivían en Buga y que sabían de los Beatles más que Brian Epstein. Luego descubrí que con mis compinches cinéfilos (Luis Ospina, Andrés Caicedo) teníamos los mismos gustos y nunca nos habíamos cruzado ni siquiera la mirada. ¡Y que conste que no escuchábamos radio! Los años pasaron y en Bogotá había muchachitos de gruesas gafas que se enloquecían con la misma música que me iba a llevar al psiquiátrico. En New York conocí gringos enloquecidos porque yo les cantaba en jerigonza las canciones que ellos pretendían saberse de memoria. Y así fue luego en París, en Londres, en La Habana, en Lima, en Barcelona. En cualquier rincón del mundo estaban los malditos plagiadores que sabían lo mismo que yo sabía, que yo creí haber inventado para mi propia intimidad. (…)

En 1980, a raíz de la muerte de John Winston Lennon, escribí mi primer artículo sobre el mundo del rock. Ya lo había hecho, en otras ocasiones, con respecto a la música del cine, pero no era lo mismo. Les había puesto sonido a mis obras de teatro, había formado parte de bandas de rock en mi pueblo, me sabía de memoria las canciones de una centena de grupos y, poco a poco, me sentí, no con la autoridad, sino con la necesidad de escribir sobre lo que me apasionaba. El gran problema de escribir sobre música es que es imposible traducir en palabras la experiencia que se recibe a través de los oídos. Ni siquiera es posible leer con fondo musical. Quienes lo hacen, no aman realmente a la música. Aman lo que está consignado en el papel y lo adornan con sinfonías, canciones o rancheras. No se puede escribir sobre música, así como no se puede leer cantando. Pero sí se puede ensayar textos en los que uno intenta contar las sensaciones que la música nos produce. Y, en particular, las emociones que la música en vivo nos ocasiona. (…)

Quizás porque he sido un hombre de teatro toda mi vida, la música rock me interesa tanto como los músicos de rock, y durante años me he dedicado a perseguirlos, puesto que en Colombia ver una estrella del pop internacional es como encontrarse un oso polar en el Amazonas. Aunque, no lo crean. Ha habido casos de osos polares en el Amazonas y han tocado salvajemente bien. Ya hablaremos de ellos. (…)

Yo sé lo que ha sido no poder ir a Altamont o al Filmore East. Pero están los libros. Y están las películas. (…) Sobre los Rolling Stones es sobre los que más escribo, porque me he dedicado a devorarlos a lo largo de mi vida. Sé tanto sobre los Stones, como Arthur Miller sobre Marilyn Monroe. Es decir, casi nada. “But I try/ and I try / and I try”… Hice un viaje a Cheltenham a visitar la tumba de Brian Jones y de allí salió un poema que algun día saldrá. Nunca vi en vivo ni a The Doors (quiero decir, con Jim Morrison) ni a Frank Zappa, pero los quiero tanto como si los hubiera copulado (…) 

Sandro Romero Rey junto a la tumba de Brian Jones en Cheltenham, Inglaterra en 1996

Conocí Londres muy tarde en mi vida (a los treinta años) pero la recorro como si ya la hubiera visitado desde siempre y por ello trazo su mapa en mi memoria, el mapa de la música que ya no existe. He gozado, amado, disfrutado, en distintas oportunidades, a Rod Stewart, a Elton John, a Eric Clapton, a Guns n´ Roses, a Prince, a Michael Jackson, a Bob Dylan, a Lou Reed… Todos ellos son mis amigos, mis amigos de tornamesas, de caseteras, de lectores de CD, de Betamaxes, de VHS, de DVD y, sobre todo, de conciertos. Sin ellos, pues claro que la vida hubiera sido muy distinta: hubiera sido imposible. Ah. Y también está Gustavo Cerati. Y Fito Páez. Y otros sobrevivientes.

Entonces, apaguen la luz y suban el volumen, que los discos comenzaron a sonar… 

Libres de toda culpa, subamos el volumen de la memoria.

CLOCK AROUND THE ROCK (Crónicas de un Fan Fatale)
Crónicas. 331 páginas. Editorial Aguilar, 2008.

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